No mirar hacia atrás y reprocharme no haberlo intentado.
Tal día como hoy de hace treinta años, inscribí en el registro del ISBN mi primer libro. Se titulaba El valle de la luna llena, una novela corta acerca del amor y la muerte, y el pudor me hizo firmarlo con el pseudónimo de Alcor Mizar. Al poco tiempo inscribí el ensayo Interpretación simbólica de la figura del pastor en la literatura española (1451-1598). Nacía así LEDORIA, una palabra cuyas dos primeras sílabas coincidían con las dos últimas de mi ciudad, TOLEDO, porque con el afán de ser universal en el Humanismo no necesitaba salir de su mirada. El dulce nombre de Toledo evocaba para mí los tiempos primordiales de los carpetanos, la grandeza de Roma, los Concilios, Alfonso X, Cervantes, Lope, la Sigea, leyenda..., es decir, lo mejor del pasado.
Había tanto por crear y por hacer. Cada creación y descubrimiento me hacían exclamar una frase latina que leí un día: Dulcedo quedam mentis advenit (Me invade una especie de dulcedumbre intelectual). Así era, una sensación inexplicable de grado superior. Si creaba, era un dios menor. O, flexamina, atque omnia regina rerum, oratio, leí otro día (¡Oh, palabra, tú que reinas y estás por encima de todas las cosas!); si encontraba, era un dios menor que tenía en las manos y los ojos lo que nadie antes, y el deseo de mostrarlo era tan emocionante que me precipitaba a hacerlo.
Enseguida llamaron a mi puerta creadores e investigadores que me decían que si yo publicaba libros, podía publicar también los suyos. No les dije que sí ni que no enseguida, hasta que pronto les dije que sí en un rapto de locura porque no quería reprocharme no haberlo intentado cuando mirara hacia atrás diez mil días más tarde.
Quien estaba a mi lado entonces me dijo que lo hiciera porque de comer no faltaría. Y más diez mil días milagrosos más tarde, con sus noches, cuando he despertado hoy, Ledoria todavía seguía aquí.
Es un milagro lleno de esfuerzo. En este camino me han acompañado mis Glorias, Santiagos, Marianos, Federicos, Alejandros, Migueles y tantos otros, muchos más de ciento. Algunos ya no están, desgraciadamente. Seiscientos títulos que, creo, han contribuido a acrecentar el patrimonio de la ciudad de Toledo y proporcionado comida a mi mesa todos los días. No sólo de pan vive el hombre. Bien está que el hombre coma pero también que sepa.
No sé cuánto tiempo más resistiré. No porque flaqueen las fuerzas de orden espiritual, que son la creación y la inquietud por comprender lo mejor del ser humano, sino porque flaqueen las fuerzas del orden terrenal: la incomprensión y la barbarie. Lo peor de nuestras vidas son los bárbaros que nos gobiernan y los eruditos a la violeta que giran a su alrededor. No saben qué representa la cultura y, en consecuencia, no saben qué es la libertad. Por otro lado, con desolación he comprendido que es imposible hacerles entender su significado. No es con ellos con quienes seguimos caminando sino a pesar de ellos. Son muchas cicatrices saladas las que tengo, recuerdo de muchas heridas que sangraron. Pero seguimos adelante, porque es mejor recibir injusticia que cometerla y porque hasta la desesperanza se cansa un día.
Quisiera alguna vez alejarme de Toledo para contemplarla desde lejos, sin ataduras, el peso de los muertos es muy grande aquí dentro. Entretanto, no me conformo con que me digan los mentecatos que el pueblo les entregó un burro con albardas miserables y lo devuelven con albardas doradas, porque no dicen que el pueblo les entregó un burro manso y lo devuelven coceando.
En fin, que nadie diga de nosotros que permanecimos mudos y sin hacer nada.
Con perdón. Jesús Muñoz Romero.